En un inicio, el diagnóstico médico que enfrenté era confuso y complejo de definir. Lo que sí se sabía, según las estadísticas, era que las perspectivas no eran favorables. La enfermedad que me afectaba parecía no tener un tratamiento efectivo, y la única opción disponible era recurrir a la medicación para aliviar los intensos dolores que experimentaba.
Los médicos siguieron un enfoque de ensayo y error, probando diferentes tipos de medicamentos y ajustando las dosis según cómo respondía mi cuerpo. Era un proceso agotador y desgastante, y la incertidumbre sobre mi futuro comenzaba a pesar de mí. Cada día, me sentía más atrapada en un ciclo de medicamentos que parecía infinito.
Los efectos secundarios de la medicación se acumulaban, y mi cuerpo estaba sometido a una presión constante. Algunos días, los efectos secundarios parecían ser tan problemáticos como los síntomas de la misma enfermedad. En lugar de mejorar, me encontré en una espiral descendente donde la solución a un problema creaba nuevos desafíos.
Con el tiempo, llegó un punto crítico en el que sentía que había perdido el contacto con mis verdaderas emociones. Me parecía que mi vida estaba definida por las pastillas, y estaba luchando por mantener una conexión con mi identidad real. Esta sensación de desconexión y desesperación fue lo que finalmente me llevó a buscar otro tipo de tratamiento o, incluso, otras respuestas. Comencé a cuestionar si el camino de la medicación era suficiente o si necesitaba explorar otras opciones para recuperar mi calidad de vida.